Como terapeuta, como padre, como pareja y como hombre la violencia y el acoso a la mujer me preocupa sobremanera. No solo me preocupa, me ocupa y me indigna. Por mi profesión (terapeuta floral), cada semana escucho a varias de mis pacientes contarme experiencias de violencia contra ellas en todos los grados. En ocasiones esta circunstancia se dio o se inició en su infancia, lo que en mayor o menor grado las dejó marcadas, pero también ocurre en la adultez y esto también deja sus marcas. En la infancia la indefensión es palpable, en la adultez puede que no sea entendible, pero también existe, es una indefensión emocional.
Las razones por las que una mujer no puede reaccionar contra el ejercicio de poder o violencia sobre ella son muchas. Por ejemplo, la dependencia económica, el miedo, la vergüenza o no ser consciente de lo que está sucediendo. Como he dicho, a menudo me encuentro con casos de violencia física y/o psicológica y siempre hago, más o menos, la misma pregunta: ¿qué hizo que no pusieses límites o denunciases esa situación a partir de la primera vez que ocurrió?
Y las respuestas también suelen ser las mismas:
– No lo sé.
– Por los niños.
– Por la familia.
– Por vergüenza.
– Por el “qué dirán”.
– Por buena educación.
– Por el “qué pensarán”.
– Porque no me creerían.
– Creía que él cambiaría.
– Por miedo a la soledad.
– Porque me daba lástima.
– Porque no sabía qué hacer.
– Por miedo a las represalias.
– Por no afectarle en su trabajo.
– Por miedo a no encontrar a nadie.
– Por no afectarle en su vida personal.
– Por miedo a no saber arreglarme sola.
– Tenía la duda de si yo le había provocado.
– Porque me dijo que nadie me iba a querer.
– Porque pensaba que las relaciones eran así.
– Porque estaba enamorada y no lo quería ver.
– Se lo perdoné, me dijo que no volvería a pasar.
– Él me convencía de que la culpa había sido mía.
– Creí que sólo sería una vez, había perdido el control.
– Porque no me podía creer que eso me estuviese pasando a mí.
Puedo asegurar que todas estas respuestas, y otras que no recuerdo, me han sido dadas en la consulta. Seguidamente suelo plantear la pregunta “si lo que te sucedió a ti le hubiese sucedido a tu hija o a tu mejor amiga ¿qué le aconsejarías?”. En más del noventa por ciento de los casos las respuestas son “que no lo deje pasar”, “que deje esa relación” o “que lo denuncie”.
En algunos casos en los que yo intervengo hay mujeres que no siempre tienen claro si se las ha maltratado o cuándo se las ha maltratado cuando se trata de ellas mismas, pero prácticamente siempre tienen claro cuándo una amiga sí ha sido maltratada. Incluso he tratado casos en los que la mujer ha sido acosada o agredida y no es capaz de verlo como tal, sin embargo, cuando la misma situación la ha vivido una mujer de su entorno sí puede reconocer que ha sido un acoso o una agresión. ¿Cómo es posible que esto suceda? Mi opinión es que hay dos factores que filtran las situaciones y hacen que estas mujeres no perciban la realidad que les sucede a ellas pero sí perciban la que les sucede a las demás. Estos filtros son el miedo y el amor (mal entendido). Estos dos sentimientos son los que llevan a una mujer adulta a esa “indefensión emocional” a la que antes hacía alusión. Ambos programas emocionales se pueden grabar en la infancia o en tiempos posteriores, pero, una vez grabados, funcionan como cepos que atrapan y no permiten a la mujer tener una clara conciencia de lo que le está sucediendo.
Obviamente la responsabilidad de quien molesta, acosa o agrede a una mujer es del hombre que lo hace y no hay paliativos, justificaciones ni excusas. El tema sobre el que quiero llamar la atención es la responsabilidad y el derecho que toda mujer tiene de protegerse a sí misma por encima de cualquier otra cuestión. Ni el dinero, ni el miedo, ni la soledad, ni el juicio ajeno, ni el amor (mal entendido) pueden servir de razón o excusa para que una mujer no se blinde contra cualquier falta de respeto, abuso, maltrato, acoso o agresión del tipo que sea. La reacción ante esas circunstancias ha de existir, no puede dejarse pasar por ninguna de las razones expuestas anteriormente ni cualquier otra. Si se deja pasar la primera, es probable que después vengan más, ya que la puerta ha quedado abierta. Cuando se habla de “tolerancia cero contra la violencia hacia las mujeres” no se puede aplicar sólo a las otras mujeres, sino que cada mujer ha de pensar en clave de “tolerancia cero contra la violencia que se ejerza sobre mi”.
Las campañas publicitarias, los carteles, los informes, los anuncios, van creando campo de información, concienciando, creando masa crítica, pero ha de ser cada mujer, en su fuero interno, la que realice el cambio fundamental: respetarse y amarse a sí misma hasta el punto de no permitir y luchar para que nadie la someta a ningún poder que no sea el suyo propio.
No se trata solamente de tener el conocimiento de que esa violencia no se puede permitir, se trata de pasar a la acción, sin excusas, de pasar a la acción continua, incansable, una y otra vez, tantas como sea necesario. Estamos creando una nueva conciencia sobre la libertad de la mujer, estamos creando la conciencia en la que las futuras mujeres podrán apoyar sus vidas. Cada mujer, en su relación de pareja, en su sistema familiar, en su trabajo, en su entorno de amistades, en su barrio pero, sobre todo, en su fuero interno, ha de mantenerse alerta y en lucha contra cualquier falta que se cometa sobre ella. Y no podemos olvidarnos de algo muy importante. Nuestras hijas e hijos, de los cero a los seis años, aprenden por imitación. Lo que ven y lo que oyen en la convivencia familiar es lo que tienen más probabilidades de aprender, por ello cada hombre y cada mujer han de ser ejemplo de respeto hacia la mujer dentro de la familia y fuera de ella.
No os dejéis atrapar ni por el miedo ni por el amor mal entendido. Si en vuestra amiga es maltrato, humillación o agresión, en vosotras también. Termino con una frase atribuida a Gandhi que creo que debería ser un mandamiento para todos nosotros: “Dios nos quiere atrevidos/as”.