Cuando el ser humano, alguna vez en la vida, transita el sendero de la oscuridad conoce su propia decadencia, física y emocional, desaparece para el mundo y se siente nada. El miedo más atroz, la tristeza y la desesperanza fueron mis compañeros de viaje durante un largo periodo de mi vida, compañeros inseparables que se adueñaron de mí, tomaron mi cuerpo y mi mente, para hacerme sufrir en lo más hondo de mi ser y, de paso, expandir mi sufrimiento de dentro afuera, haciendo sufrir a los demás, de los que me alejé y, junto a mi amiga soledad, emprendí mi oscura noche del alma.
Tiempo antes de despertar ya comenzó a resonar en mi mente una nueva filosofía, una nueva forma de entender mi experiencia, en la que mi alma aún no se hallaba, llena de conceptos y explicaciones de contenido etéreo, vago, impreciso, en aquel momento carentes de sentido salvo que eran vacías para mí, recogidas en algunos libros que pude desmenuzar y, especialmente, de la mano de mi entonces profesor y terapeuta, con el que compartí largas horas de escucha en las que reinaba mi inconsciencia y escepticismo, grabados en mí, en aquel tiempo, “a fuego “. Ego, consciencia, espíritu, Ser, niveles de consciencia, transferencia e ilusión de un ego dominante y manipulador, mundo inconsciente, rendición…, mi vida eran mis pensamientos, que en aquel tiempo me devoraban, y un laberinto de emociones reprimidas y ahogadas, que luchaban por salir. Perdida, era una autómata más de los miles y millones que recorren este mundo. El mío, mi mundo, era tan real… que no cabía nada más.
Pero comencé a despertar, sin darme apenas cuenta, de mi propia pesadilla, a flotar y a dejarme ir en un mar que empezaba a recobrar la calma, con una melodía de fondo que se fue convirtiendo muy despacio en el mástil al que agarrarme, en la luz que alumbró mi camino, en el elixir de mi despertar…, comencé aceptar y abrazar mis emociones, a desencadenarme lentamente de la rigidez de mis pensamientos, a desnudar mi alma y, desde la nada, ser todo, y ser yo; lo más sorprendente es que al tiempo que todo se sucedía, que el Universo trabajaba a escondidas para salvarme, mi miedo, mi gran monstruo, también iba debilitándose, y yo era capaz de mirarlo de frente, cara a cara, recuperando mi libertad. Así fue como reconocí la presencia en mí de la dualidad ego-consciencia, y aprendí a escuchar a mi Ser Interior. Entendí que yo era un pequeño universo, un pequeño yo gobernado por mis pensamientos, y arrastrado por mis emociones, y de alguna forma esta nueva dimensión cobró un sentido increíble para mí, porque me liberó de una buena parte del sufrimiento que me autoinfligía. Pude entender que el ruido de mis pensamientos y mi sufrimiento son parte del ego que dirige mi vida, pero más allá, si escucho y observo silenciosamente mi mundo interior, puedo ser testigo, y ese testigo silencioso es una consciencia interminable y perpetua de la que emerge todo, donde reside mi Ser Interior, y ahí podía permanecer en paz.
Aprendí a dejar ir, a dejar correr mis sentimientos, sin alimentarlos con voraces pensamientos, hasta que desaparecen y mueren, como las olas del mar, porque como ellas, son sólo energía, programas de supervivencia que mi mente crea para nutrir mi falso yo, para alimentar a mi ego, que en definitiva es sólo una ilusión… Y aprendí a “aceptar”. El significado de esta palabra aplicado a mi pequeño mundo, me deslumbró, porque podía transformarlo, podía dejar que las cosas y los momentos fuesen, sin resistirme, sin luchar, dejándome ir, rindiéndome, sin que mi mente elaborara una historia para satisfacer mi ego; y de esta forma, los momentos, las cosas, las personas… encontraban su lugar, en equilibrio y armonía con el Universo. Este viaje de introspección me devolvió el amor hacia mí misma, volví a quererme, a perdonarme, a ser indulgente conmigo misma, a intentar dar lo mejor de mí en cualquier momento y en cualquier lugar, a mostrar al mundo la mejor versión de mí.
Recuperé las ganas de vivir, y comencé a vivir, aquí y ahora, que es donde transcurre nuestra existencia.
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Mi transformación interior cambio poco a poco mi vida, mi mundo emocional sufrió una autentica metamorfosis; la paz interior se convirtió en el objetivo hacia el que dirigir mi vida, sabía que era mi verdadera esencia, había podido vislumbrar destellos de esa quietud y esa calma, pero quería disfrutar el camino con toda la intensidad. Comencé a disfrutar de cada risa, de cada momento, de cada instante… casi como si fueran los últimos. Me deshice de situaciones, personas, escenarios, pensamientos… que intentaban robar, cual perspicaz ladrón, esa ansiada paz interior. Lo más curioso es que sin proponérmelo, y sin esforzarme apenas, los actores que formaban parte de la obra teatral de mi vida también se mostraban diferentes, amables, empáticos, cercanos, tolerantes…, ellos no habían cambiado, mi forma de relacionarme con el mundo había cambiado, podía ver el disfraz del ego en cada uno de ellos, y desde mi Ser interior, podía perdonarles, comprenderles, y definitivamente, aceptarles.
No olvidaré jamás el papel de mi hijo en mi revelador viaje, siempre pude sentir su amor incondicional y su entrega; mi pequeño salvavidas, el principito de mi Edén, la orilla de mi consuelo, sin conocer la forma de la tristeza, el color del miedo o la oscuridad del alma, en algún lugar de su corazón, pudo sentir que aun estando presente mi cuerpo, mama se encontraba en algún lugar lejano. Su inocencia y la pureza de su alma conspiraron para colorear su pequeño mundo, lejos de mi aturdimiento. Hoy, soy capaz de relacionarme con él de forma completamente diferente… nuestra complicidad, nuestra unión y mi infinita gratitud por ser y existir, tal como es, me han empujado a conocer, explorar, y a adentrarme en el maravilloso mundo de las emociones infantiles.
Siempre he sido una enamorada del mundo de los niños, será porque dentro de mi sigue viviendo la niña que fui. Me encanta jugar con ellos, inventarles increíbles historias en las que puedan viajar a lugares fantásticos, donde ellos sean los protagonistas más audaces y valientes… siempre vencedores y siempre felices.
Mi trabajo como pediatra me permite cuidarles desde un punto de vista muy delicado, su salud, a través de dos vertientes, el tratamiento de la enfermedad, y la prevención o educación en salud, siendo sus padres parte capital en este proceso. Pero ¿quién se ocupa de su educación emocional, de ese aspecto de su desarrollo tan clave y el más determinante en sus vidas? Si la misión más arriesgada a la que nos enfrentamos en la vida es vivir, ¿cómo sembrar semillas de bondad, generosidad, empatía, autoestima, valentía, asertividad, resiliencia… sobre una impronta genética, y un temperamento innato? ¿Cómo educarles desde las fortalezas más capaces del ser humano? Nadie nos enseñó a nosotros, y tampoco nuestros pequeños serán educados para gestionar y conocer su mundo emocional. De esta forma, que responsabilidad tan titánica recae sobre padres y educadores, ignorantes de esta labor, no reparamos en ello, porque, si lo hacemos, por un instante, sentimos vértigo, y escalofrío, porque sencillamente, nosotros somos su ejemplo, su espejo, su guía. Lamentablemente, nuestro estado de inconsciencia que se nutre del auto sufrimiento como forma de vida, de la falta de libertad interior, del apego constante a lo externo, de la repetición de patrones, de la influencia de nuestras emociones dominantes, será el perfecto modelo que seguirán nuestros pequeños.
Somos las emociones que sentimos, y vivimos imbuidos por ellas, emociones instintivas que nos definen como especie, pero, sobre todo, emociones derivadas de juicios que elabora nuestra mente egóica, emociones desmedidas, que transferimos a nuestros pequeños, quienes nos imitan como verdaderos ilusionistas.
Seguimos nuestros pensamientos como dogmas de fe, somos un flujo continuo y atropellado de ideas, razonamientos, reflexiones, conclusiones, sentimientos, que van y vienen, se repiten sin cesar y resuenan en nuestro pensar constante, ocupando cada segundo de nuestro tiempo; fruto de vivencias y experiencias anteriores, de enseñanzas que adquirimos, de la educación que recibimos, del modelo cultural, de imágenes caprichosas que quedaron grabadas en nuestra retina, nos trasladan al futuro o al pasado, dibujan el mapa laberíntico e intrincado de nuestro pensamiento, nuestra memoria, impregnan nuestro mundo inconsciente y sostienen nuestro plano emocional, somos ego en estado puro.
El mundo emocional de los niños, su universo, difieren enormemente de nuestra realidad. Su vida transcurre aquí y ahora, disfrutan al máximo de cada instante presente, y cuando digo al máximo, digo con toda la intensidad de la que son capaces, entregan su cuerpo y su alma, sí, su alma limpia que aún es una con el universo que la abraza, porque en su mundo no existe el futuro, ni tampoco el pasado, es sencillo, fresco, dúctil, transparente, necesitado de afecto y apego, es de verdad; su cerebro en desarrollo dominado por el cerebro inferior, primitivo y regulador de reacciones innatas e instintivas, y el cerebro derecho, el de las imágenes, emociones y recuerdos, son responsables de situaciones tan tiernas como cuando los encontramos contemplando absortos una mariposa que se ha posado sobre su rodilla, olvidando que llegan tarde a algún lugar; ¿cuándo fue la última vez que nosotros vibramos ante el olor suave de una flor, o ante el inmenso color del arco iris? ¿Cuánto hace que no nos entregamos a esa sensación maravillosa que nos conecta directamente con el Todo? Definitivamente, creo que nuestros pequeños viven en ese estado de entrega absoluta, con ellos mismos, con su Ser Interior.
Los niños no son más que emociones básicas, incapaces de identificar por ellos mismos, pequeños universos cargados de instinto, deseos, necesidades… sin un razonamiento o comprensión subyacente, pequeños mundos repletos de imaginación, intuición esencial, inteligencia potencial, sensaciones y emocionalidad sin doblez, sin duda, sin recelo. Este mapa emocional básico interacciona en nuestro mundo de adultos, tornándose complejo con su crecimiento y madurez, trazando engramas emocionales que se entrelazan a pensamientos complejos, áreas de memoria implícita y explicita, sentimientos, comprensiones, conocimiento sobre el mundo y sobre ellos mismos…, determinando, en definitiva, su carácter y manera de relacionarse con la vida. Su neuroplasticidad es máxima en esta etapa, y su potencialidad, única. Por ello, estar, saber escuchar, hablar su lenguaje, jugar en su mundo, sentir con ellos, dibujar su juego, dejar que lo intenten, explicar con imaginación, establecer límites, acompañar… es todo lo que necesitan para crecer con plenitud
Cuando tomamos conciencia de nuestra responsabilidad como educadores, cuando nuestra consciencia comienza a estar presente plenamente alejada del poder de nuestro ego, junto a un mejor conocimiento del laboratorio cognitivo y emocional del cerebro infantil, podemos dirigir la existencia de nuestros pequeños hacia la integración de su mente y emocionalidad para una existencia más plena.
Mi experiencia como persona y mi conocimiento como profesional me dicen que debemos aprender a salir de nuestro ego, ese fantasma hecho de condicionamientos personales y culturales, alienado en una sociedad herida y rota por la inconsciencia humana, necesitada de principios, de educación, de modelos fundamentados en el amor, la tolerancia y la igualdad; para enseñarles el mejor ejemplo a nuestros hijos, debemos comenzar por cuestionarnos a nosotros mismos, por salir de nuestra zona de confort, en la que paradójicamente, no nos sentimos nada confortables, por abandonar la contradicción permanente en la que habitamos, por dejar de identificarnos con la ilusión de nuestro sufrimiento y del miedo a soltar, por despertar a una nueva consciencia más real, más sencilla y que en realidad nunca habíamos perdido, solo olvidado. ¿Por qué no educar a nuestros pequeños desde esa comprensión, si ellos aún son el Ser que un día fuimos, libre de condicionamientos, al que Dios dota de infinitas posibilidades de ser?, ¿por qué no educarlos con la capacidad y la valentía de explorarse a sí mismos, pensamientos y emociones, para no dejar nunca de conectarse con su esencia? la que es de verdad, ¿y sólo Amor…? Puede sonar irreal e ilusorio, y es cierto, que la figura del ego nacerá en ellos, muy pronto, en algún momento de su crecimiento y evolución, intentando robarles, convencerles, guiarlos, mentirles…, pero también lo es que la fortaleza, la libertad y la paz que nace del autoconocimiento los hará imbatibles. Si es que el ego es parte ineludible de nuestra naturaleza como seres dotados de pensamiento, dejemos que nos acompañe pues, dejemos que sea parte de nosotros, sin darle todo el poder de convertirnos en el “falso yo“, que todos creemos ser. Dejar atrás ese “falso yo “nos devolverá la libertad para educar a nuestros hijos desde el amor, la verdad, el respeto y comprensión.
El hábito de la observación silenciosa de nuestros pensamientos nos descubre la presencia y el testigo que surge con la práctica, pudiendo observar sin adherirnos a ellos y permanecer en ese estado de quietud y alerta consciente, o dejarnos ir con las emociones secundarias arrastrándonos hacia el falso yo que creemos ser; la conexión con nuestras emociones nos descubre el mundo emocional que subyace a nuestros pensamientos y nuestras emociones dominantes. Este ejercicio de introspección, y la entrega a nuestra respiración innata, rítmica y desapegada, nos devuelve a nuestra raíz y nuestra esencia más real.
Del ejercicio de esta práctica surge una nueva consciencia, que, con el tiempo, nos permite trascender a nuestro ego y, así, liberarnos, aceptar, dejar ir, soltar, comprender y sanar.
Según el momento de madurez de nuestros pequeños, pero ya desde una infancia temprana, se les puede instruir en el conocimiento de sí mismos, en el reconocimiento de sus emociones, en la permanencia en ese estado de libertad, sin juicio, sin miedo, de respeto hacia el otro, del desapego respetuoso… a través del juego, del cuento o la imitación… cuando su consciencia es limitada; más adelante a través de prácticas como la respiración, la meditación, el baile, la risa, el deporte o la actividad física, el “dejar ir”…
Nuestros pequeños merecen ser libres, y la salvación del hombre comienza cuando empezamos a sembrar consciencia en cada pequeño acto, en cada duda, en cada miedo, en cada decisión…
Así, cada partícula, cada forma, cada Ser, se despertará, y quizá entre todos podamos sumar para cambiar y transformar el mundo en un lugar mejor.
En este camino…
Enseñemos a nuestros pequeños a reconocer sus emociones, a gestionarlas de forma saludable, a observarlas, a sentirlas sin temor, a salir de ellas, las suyas, las nuestras…
Enseñemos a nuestros pequeños a amarse a sí mismos, por encima de todo, porque difícilmente podrán amar a los demás sin amarse a sí mismos, ellos son seres únicos, potencialmente capaces de todo, ayudémosles a reconocer sus fortalezas, a esculpirlas, a tallarlas, a dotarlas de sentido, a marcar la diferencia, transformando lo simple y rutinario, lo soez y lo vulgar, en fácil y extraordinario.
Enseñemos a tomar decisiones, a no temer la duda, que es sólo miedo disfrazado de indecisión, y la equivocación, la mejor oportunidad de aprendizaje; enseñemos a reemprender la marcha sin vacilación, convencidos de que el camino, a veces tortuoso, a veces inhóspito, contiene todas las respuestas, no nuestro destino.
Enseñemos a tener objetivos inspiradores por los que motivarlos y soñar.
Enseñemos a respetar a los demás, y desde la comprensión de que es nuestro ego quien nos separa, enseñarles a ser ellos quienes derriben el muro de la inconsciencia.
Enseñemos a amar, desde lo más hondo de nuestro ser, porque sólo así vibraremos con la vida… y estamos aquí para vivir intensamente.
Enseñemos a no tener miedo, porque en realidad no hay nada que temer, sólo las cadenas de nuestro ego ponen freno a nuestro verdadero Ser, que es libre y sólo Amor.
Enseñemos a ser libres, porque no hay experiencia más poderosa que sentirse libre, siendo uno con la vida.
Enseñemos a tener la fuerza y el coraje de rendirse cuando no hay solución, dejando que la experiencia y el dolor les atraviesen, para alcanzar la paz con uno mismo, y así evolucionar y crecer.
Enseñemos a nuestros pequeños a fluir con la vida, sin que el tiempo sea obstáculo para conseguir sus propósitos.
Enseñemos a practicar la atención, a desarrollar la fuerza de voluntad, compañeras necesarias del autoconocimiento y desarrollo de nuestra inteligencia e intuición.
Enseñemos a perdonar siempre, porque sólo así volvemos a ser libres.
Enseñemos a no dejar de sentir, de escuchar, de reír… sólo en esos momentos regresamos aquí y ahora.
Enseñemos a nuestros pequeños a no dejar de soñar.