El sentimiento de responsabilidad es una estructura con una gran carga emocional de la que la mayoría de la veces las personas no son conscientes. Tanto en lo personal, como en lo profesional y en lo educativo, la relación de cada persona con el sentido o sentimiento de responsabilidad es subjetiva e íntima, configurada por patrones o programas emocionales y mentales, aprendidos generalmente en la niñez, aunque también pueden evolucionar a lo largo de la vida.
Según se define por la R.A.E., la responsabilidad es la “capacidad existente en todo sujeto activo de derecho para reconocer y aceptar las consecuencias de un hecho realizado libremente”. En el caso de un niño o niña, la definición que propongo para “responsabilidad” es: “la capacidad para reconocer, aceptar y asumir las consecuencias de un hecho realizado según su nivel evolutivo”. Lo de “libremente” es una cuestión que, ni para el adulto ni para el niño, es fácil de determinar, en tanto en cuanto el ser humano vive más tiempo en reacción que en acción y predomina el plano inconsciente sobre el consciente.
Según mi experiencia como maestro y como terapeuta, hay padres y madres que exigen a sus hijos responsabilidad más allá de sus capacidades físicas, emocionales, mentales, morales, etc. Incluso, padres y madres que esperan de sus hijos que asuman responsabilidades que ellos mismos no son capaces de asumir. En este sentido el grado de “responsabilidad” que se le pide al niño siempre tiene que estar ajustado a sus capacidades, es decir, a su grado de desarrollo personal y, por supuesto, no debería exigírsele a un niño una responsabilidad que el adulto no está dispuesto o no puede asumir.
“Haz lo que yo digo pero no lo que yo hago” ha sido una frase empleada por el adulto para justificar su conducta y para pedir al niño que haga aquello que él no es capaz de hacer. En ocasiones, los adultos tienen la creencia de que exigiéndole al niño rendimientos, conductas o actitudes concretas, será mejor para ellos en el futuro. Esto es cierto cuando esa exigencia es acorde con lo que el niño puede dar y con el ejemplo que el sistema familiar, escolar o social ofrecen. Sin embargo, si se le exige más de lo que puede dar o se le da un ejemplo de conducta diferente de aquello que se le demanda, el efecto puede ser el contrario, o bien aquel que se desea pero con “efectos secundarios” en los planos emocional y mental.
Si a un niño se le carga con un nivel de responsabilidad por encima de sus capacidades, se está sobrecargando su sistema, y las consecuencias las vivirá tanto en la infancia como cuando sea adulto. Además de aquellas responsabilidades que se proyectan o imponen sobre el niño, también está el “cómo” se le trasladan, no es lo mismo hacerlo desde el cariño que desde la exigencia dictatorial. En este sentido, en ocasiones, es más importante cuidar el “cómo se exige” que aquello que se exige.
El proceso de desarrollar e incorporar programas respecto a la responsabilidad puede ser consciente o inconsciente y sano o insano. Esto es lo que determina que haya equilibrio o no en los planos emocional y mental en esta cuestión concreta. Una vez que en el niño se crea el programa, éste puede ser puesto en funcionamiento por situaciones externas o internas que activan el programa, por lo que es necesario cuidar el tipo de patrones con los que se educa al niño en la infancia, para que sean lo más sanos y equilibrados posible.