El sufrimiento es una emoción muy presente en la vida del ser humano, sin embargo, muchas personas lo confunden con el dolor, y en clave emocional ambas experiencias no son lo mismo.
Una máxima atribuida a Buda dice: “el dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional”.
El dolor forma parte de la naturaleza en este planeta. Aunque hoy en día todavía hay debate entre si los animales sienten dolor o no, lo cierto es que los animales e, incluso, las plantas, manifiestan respuestas que pueden ser entendidas como dolor. En el ser humano esto es innegable, sin embargo, además del dolor, el hombre y la mujer son capaces de crear otra reacción que, a veces, se confunde con la anterior, el sufrimiento. Esta confusión tiene un origen cultural y conceptual, en la que la educación tiene mucho que ver, pero para una buena educación emocional es importante diferenciarlos.
El dolor existe, tanto a nivel físico como emocional, y sus cualidades hacen de él un gran maestro para el aprendizaje y la evolución. Desde este punto de vista el dolor tiene un principio y un final, libera energía, se vive conscientemente, aporta sabiduría, moviliza y libera a la persona. En contraste con ello, el sufrimiento se cronifica, retiene la energía, se hace inconsciente en parte de su proceso, no enseña nada, paraliza y esclaviza a la persona. ¿Por qué lo planteo de esta manera?, porque el sufrimiento es la consecuencia de no aceptar el dolor y, en este sentido, sé que el planteamiento tiene mucho de abstracto y aparentemente metafísico, pero es mucho más sencillo y práctico que todo eso.
Cuando sucede algo impactante en la vida de una persona que ocasiona dolor, a veces este dolor es tan intenso, que la persona, consciente o inconscientemente, cree o siente que no va a ser capaz de vivirlo sin destruirse. Esto le puede llevar a “negar el dolor”, enterrándolo en su interior, intentando hacerlo desaparecer o, por el contrario, apegándose a él por ser lo único que le mantiene unida a algo de lo que no se quiere desprender; “el sufrimiento es la consecuencia de no aceptar el dolor”. Esta energía que se trata de ocultar en el olvido o en la memoria, al ser paralizada, no vivida ni expresada, poco a poco se va “pudriendo” y, como consecuencia de ello, se produce una intoxicación interior que envenena a la persona. Como el dolor es un proceso natural que tiene un principio y un fin, un dolor en el ser humano puede durar seis meses, un año, dos, pero, al final, su energía desaparece y se sigue adelante. Sin embargo, el sufrimiento se cronifica, y lo que en forma de dolor puede durar un año, en forma de sufrimiento puede vivirse toda la vida. De alguna manera, el dolor es como pagar en una sola cuota, mientras que el sufrimiento es como pagar a plazos, con intereses y durante toda la vida, al menos hasta que la persona se da cuenta de que no va acabar de sufrir nunca y decida aceptar el dolor, vivirlo y terminar con la situación. Desgraciadamente, esta sociedad, sea por cuestiones culturales, religiosas o económicas, enseña más a vivir en el sufrimiento que a aceptar el dolor.
Para María Moliner, el sufrimiento se define como “afectarse, y tener el estado de ánimo correspondiente, por una desgracia prolongada, por preocupaciones graves, penalidades, desengaños o malos tratos”. Un niño puede desarrollar una tendencia al sufrimiento si este hábito emocional está permanentemente presente en su entorno. También puede formar parte de su personalidad desde el nacimiento.
La actitud sufridora es un patrón de conducta que se puede aprender de los padres, abuelos u otras personas cercanas. Hay quien “viven penando”, en un continuo sufrimiento en el que, a menudo inconscientemente, sufrir es igual a amar, por lo que, cuanto más se preocupan y sufren por los demás, más creen que aman. Además, el sufrimiento está muy presente en el refranero y en frases populares que las personas repiten sin conciencia de lo que en realidad están diciendo: “la mujer decente, sufre más que se divierte”, “la vida es un valle de lágrimas”, “el que no sufre no ama”, “a los hijos hay que sufrirlos”, etc., etc., etc.
Desde la perspectiva cultural y la influencia religiosa, el sufrimiento, sobre todo en la mujer, ha sido, junto con el sacrificio, una actitud emocional muy valorada. Hoy en día este sustrato cultural sigue impregnando parte de la educación de los niños y niñas, llevándoles a confundir empatía con sufrimiento, buena voluntad con sacrificio, amor a uno mismo con egoísmo, responsabilidad con culpabilidad, humildad con desvalorización…, confundiendo conceptos e instalando programas que esclavizan en el sufrimiento en lugar de enseñar la libertad de elegir y gestionar el dolor.
La educación que enseña a sufrir por todo, o por nada, convierte al niño en víctima constante, tanto de sí mismo como de los demás y de la propia vida, está en manos de los padres ayudar a sus hijos a comprender esta enseñanza para hacerles más libres y conscientes.