La autoexigencia es una cualidad, configurada por diferentes aspectos emocionales, que lleva a mantener una actitud de determinación, firmeza, voluntad, responsabilidad, etc., con el fin de alcanzar un determinado objetivo. Esta autoexigencia puede vivirse en “justa medida” y, por tanto, en equilibrio y salud, o puede vivirse “fuera de justa medida”, lo que implica desequilibrio y desarmonía.
Es conveniente recordar que la justa medida para una persona no tiene por qué serlo para otra, por lo que tratar de “instruir” a un hijo en el mismo nivel de autoexigencia que un padre o una madre, no tiene por qué corresponderse con las necesidades del niño, sino con las expectativas del progenitor.
“Exigencia” deriva de la palabra latina exĭgěre, que significa “hacer pagar, cobrar”, “exigir, reclamar”, derivado de ǎgěre, cuyo significado es “empujar”. Siempre es esclarecedor conocer la etimología de las palabras, ya que ofrecen una comprensión más profunda y clarificadora de lo que, verdaderamente, significa el concepto, y de la carga simbólica que implica. Visto desde este punto de vista, la autoexigencia sería la capacidad o acción de empujarse a uno mismo a realizar una acción o dejar de hacerlo, y esto es algo que se puede enseñar y aprender, aunque también se puede nacer con ello.
La “autoexigencia” es un programa mental y emocional que las niñas y niños desarrollan por diferentes factores entre los que están:
– Viene con ellos de nacimiento.
– Lo imitan de su entorno.
– Se les enseña en el entorno familiar y/o educativo.
– Lo aprenden ellos para satisfacer a otras personas, generalmente a los padres.
Sea cual sea el motivo, la autoexigencia puede ser equilibrada o desequilibrada. Es equilibrada cuando el niño se pide a sí mismo, o se “empuja”, de manera coherente con sus capacidades y limitaciones, su momento evolutivo y su naturaleza. En este caso se produce un proceso de ajuste entre lo que se puede hacer y lo que se hace, resultando enriquecedor, productivo y sano. El desequilibrio en la autoexigencia se da cuando aquello que el niño se pide a sí mismo supera sus posibilidades físicas, energéticas, emocionales o mentales, es decir, cuando se empuja a ir más allá de lo que verdaderamente puede dar en un momento concreto o, también, cuando pudiendo cumplir con esa autoexigencia, la lleva al límite permanentemente (normalmente de manera inconsciente), lo que le causará tensión en todos los planos.
En ocasiones, los padres, el sistema educativo o el entorno social, mantienen la creencia de que cuanto más autoexigente es uno mejor le va en la vida. Esto puede ser cierto si el objetivo es el éxito social, profesional o económico, pero ya no lo es tanto cuando se trata de vivir en armonía, serenidad y paz interior, ya que la autoexigencia, llevada al extremo, implica una serie de tensiones interiores en diferentes aspectos emocionales, que acaban por desequilibrarse y alterar a la persona su vida interior y exterior.
Esta cualidad implica emociones, sentimientos, creencias y pensamientos que hay que enseñar a gestionar al niño de manera equilibrada y sana, teniendo en cuenta su naturaleza individual y única, sus tendencias y sus necesidades. No todos los niños pueden asumir el mismo grado de autoexigencia. Es necesario reconocer en el niño su potencialidad respecto a esta cualidad, ajustar la enseñanza a su proceso de maduración física, emocional y mental y no proyectar sobre él las expectativas, anhelos o carencias de los padres y otras personas.