El mismo día que nací heredé una fortuna de 2.522.880.000 (dos mil quinientos veintidós millones ochocientos ochenta mil euros, en pesetas sería algo así como cuatrocientos dieciocho mil setecientos noventa y ocho millones ochenta miiiiiiiil pesetas, que diría la niña de San Ildefonso). Sí, lo sé, vaya suerte, bueno, ya se sabe, eso de tener un tío rico y soltero en América, a veces tiene estas cosas. Bueno, el caso es que con tanta pasta mi madre y mi padre pensaron que no necesitaría trabajar ni ahorrar en la vida, ellos ya tenían su dinero y no necesitaron coger nada del mío, y precisamente porque parecía tanto que no se iba a acabar nunca, no se les ocurrió enseñarme a gestionarlo, ni a invertirlo ni a ahorrarlo ni a nada.
Ahí me teníais a mí, un solo día de vida y ya era multimillonario. Pero no todo era happy, para sostener toda la estructura económica y poder seguir disfrutando de mis dos mil y pico millones debía gastar del orden de ochenta y seis mil cuatrocientos euros al día, una bagatela comparada con los dos mil quinientos millones que tenía, me lo podía permitir… Así que crecí acostumbrado a esa pequeña cuota diaria que me permitía disfrutar de todos los bienes, placeres y vicios que el dinero podía comprar. Pero… ¿qué pasa cuando uno es alto, guapo, rico y desprendido?, ¡eso es!, que se te pegan más moscas que a una boñiga de vaca fresca… Así que todavía estaba en primaria cuando mis “amigos y amigas” se venían a mi casa a disfrutar de mis juguetes, piscina, coches eléctricos, videoconsolas y demás divertimentos que mis papás, con muy buen criterio, me compraban con mi dinero, que para eso era mío, ¡no se iban a gastar el suyo!
Siguieron pasando los años y yo solo sabía que en la cuenta del banco que tenía abierta se veían muchos números, un número muy grande, así que seguí sin preocuparme porque aquello no se gastaba nunca.
A los veinte años me había gastado seiscientos cincuenta y siete millones de euros. Bueno, en realidad yo me había gastado seiscientos treinta millones, los otros veintisiete millones se los había gastado todos los parásitos, vampiros y cucarachas que yo creía mis amigos y amigas, personas de confianza que me decían que yo era el mejor de los amigos, el más generoso, el más enrollado y que siempre, siempre, siempre seríamos amigos. Y yo me lo creía. Además, todavía me quedaban 1.865.880.000 (mil millones ochocientos sesenta y cinco mil ochocientos ochenta euros). De todos modos la cuenta en el banco seguí teniendo diez números ¿no?
Veinte años más pasan en un santiamén, en un pis pas que se diría ahora. Así que para cuando cumplí los cuarenta mis amigos, amigas y yo seguíamos viviendo a ritmo de lujo, lo que pasó fue que los juguetes ahora ya no eran tan baratos. Las videoconsolas y los refrescos quedaron atrás, ahora los juguetes eran tamaño XXL: coches, motos, yates, vacaciones en grupo, comida y bebida de luxe, vamos, lo que se viene a llamar ¡VIVIR, COÑO, VIVIR! Para mí y mi grupo los demás eran unos desgraciados que no sabían que se podía vivir sin trabajar… ¡DESGRACIADOS!, ¡GILIPOLLAS!, les gritábamos desde los coches después de una noche de juerga, cuando íbamos de retirada mientras que aquellos desgraciados se dirigían a sus trabajos a ganarse una miseria de sueldo. Cuando cumplí los cuarenta quise echarle un vistazo a la cuenta, sólo para regodearme en mis diez mágicos numeritos, aquellos que heredé al nacer y que nunca se iban a terminar. ¡Vaya susto!, ya no había diez números, ahora había nueve. Al principio se me aceleró el corazón, pero luego miré más tranquilamente y vi que todavía me quedaban 885.160.000 (ochocientos ochenta y cinco millones ciento sesenta mil euros). La verdad es que pensé que yo solo no me podía haber gastado tanta pasta y efectivamente, yo me había fundido seiscientos treinta millones, setecientos veinte mil euros el resto, unos ciento cincuenta millones, se habían ido entre amistades, préstamos, propinas, regalos y despilfarros varios. Verdaderamente algunos de esos gastos valían la pena, pero otros…, creo que no, que las personas que se los beneficiaron ni eran mi familia, ni amigos ni personas que en verdad lo necesitasen. ¡Vamos!, que a aquellas alturas pensaba que había perdido ciento cincuenta millones de euros. Bueno, ya no tenía marcha atrás, no los llegaría a recuperar nunca, mejor mirar hacia adelante y seguir viviendo.
Aunque ya no éramos tantos en el grupo porque algunos y algunas se habían ido a vivir a otras ciudades, o se habían ¡casado!, o, peor aún, habían formado una familia. Los que quedábamos, un poco por demostrarles que se equivocaban, un poco por seguir la inercia de los últimos veinte años, mantuvimos nuestro estilo y ritmo de VIDA. Y así transcurrieron veinte años más. Por no romper con el ritual miré la cuenta… ¡ostias!, ¡105.340.000! (¡ciento cinco millones trescientos cuarenta mil euros!). ¡No puede ser!, pero si yo no he podido gastar tanto. Pero sí, las cuentas eran claras, mis seiscientos treinta millones setecientos veinte mil euros habituales en veinte años, más los ciento cincuenta millones de mis habituales amistades, parásitos, vampiros, pedigüeños y ladrones. La situación se ponía fea. Ya sólo quedaban unos escasos ciento cinco millones de euros. Tenía que hacer algo, si no se me acabarían antes de que me hiciese viejo.
Tomé decisiones, dejé de lado a los amigos y amigas que sólo se llevaban pero no aportaban nada, dejé de regalar puñados de billetes a todo el que se acercaba con cara de necesitado, dejé de gastar dinero en cosas superfluas, tonterías, caprichos y chorradas diversas y me centré en lo verdaderamente necesario. ¡Y oye, hasta tenía la sensación de estar más tranquilo! Aún así esos ciento cinco millones trescientos cuarenta mil euros sólo me duraron tres años largos. Así que de aquellos más de dos mil quinientos millones de euros que tenía cuando nací, pasados unos meses de mi sexagésimo tercer cumpleaños, sólo me quedaban unos céntimos, además del recuerdo de cómo entre mis amistades y todas aquellas personas que se aprovecharon de mi inconsciencia nos habíamos fundido toda mi fortuna.
La cuenta del banco estaba vacía y sólo me quedaba para un paquete de pipas, mis amistades y demás chupópteros ya no estaban a mi lado, mis padres hacía tiempo que habían palmado y no me habían dejado ni un euro, habían hecho como yo, se lo habían fundido todo, así que me dirigí a un quiosco y con ese último euro que me quedaba en el bolsillo me compré una bolsa de pipas. Desconsolado me senté en un banco del parque cercano y me dispuse a abrir la bolsa de pipas, pero no llegué a hacerlo, un fulminante ataque al corazón acabó con mi vida en el mismo minuto que había gastado el último euro de toda mi fortuna, el último euro y el último segundo de los 2.522.880.000 (dos mil quinientos veintidós millones ochocientos ochenta mil) SEGUNDOS que la vida me había regalado el día de mi nacimiento.
José Antonio Sande Martínez, Noray Terapia Floral.