Hoy quiero escribir sobre una cuestión que se repite de manera constante en el mundo emocional femenino. Esa cuestión es la creencia, muy arraigada en el inconsciente, de que el amor de la mujer puede salvar o sanar al hombre. La frase repetida hasta la saciedad es “creía que podría salvarlo” o “creía que podía cambiarlo”.
Llevo quince años pasando consultas de terapia emocional (con Flores de Bach) y puedo deciros que esta cuestión es bastante común entre aquellas mujeres que acuden a consulta, dando igual la edad, el estrato social o el nivel cultural que tengan. La creencia de que la mujer puede salvar, sanar o cambiar al hombre está presente en la naturaleza femenina y es causa de muchos problemas para la mujer (y también para el hombre).
¿De dónde viene esta creencia tan arraigada y presente? Hasta donde llega mi experiencia y comprensión, hay varios factores que influyen para que dicha creencia se mantenga presente generación tras generación. Enunciaré los factores y los desarrollaré uno a uno: energía femenina, patriarcado, machismo, roles sociales, religión, romanticismo y educación. En estos factores entiendo que se puede fundamentar, en gran medida, la cuestión de la mujer salvadora, sanadora, cuidadora y redentora.
Tanto las mujeres como los hombres disponemos de una mezcla de energía masculina y femenina. Esta última tiene cualidades de creación, atención, cuidado, crianza y acogimiento, totalmente naturales en su esencia y que forman parte de los seres humanos, de la existencia y del Universo. Esta energía, también disponible en los hombres, forma parte de la naturaleza humana y, cualitativamente y cuantitativamente, la suelen desarrollar más las mujeres que los hombres, lo que no quiere decir que los hombres no estén en contacto con esta energía. Ésta, por sí sola, dota a la mujer de una tendencia cuidadora que, a priori, no resulta insana. El problema surge cuando se suma a los otros factores y se lleva al extremo, lo que, dicho sea de paso, acaba alimentando al ego.
El patriarcado y el machismo crean una estructura organizativa y jerárquica en la que el hombre tiene una serie de funciones y cualidades y la mujer, otras. Se produce así un reparto de roles bastante rígido, en el que las mujeres asumen tareas de crianza y cuidados, lo que las mantiene ocupadas en actividades que quedan alejadas de los centros de gobierno y ejercicio de poder, pues la crianza de los niños y el cuidado de los ancianos y los enfermos requiere dedicación constante y sin descanso. (Recomiendo la lectura del artículo “Esposas, madres y amas de casa”)
Por su lado, la cultura judeocristiana ha dado a la mujer el papel de sufridora, sacrificada y sirvienta de lo masculino, de modo que ha de cubrir sus necesidades para que el hombre pueda cumplir su misión de cabeza de familia y procurador de sustento, aunque no sea más que una ficción, pues la carga de trabajo de la mujer es, a menudo, mayor que la del hombre en el día a día.
Otro de los factores que han influido en esta tendencia salvadora y cuidadora tiene que ver con el movimiento del Romanticismo, en el que el amor, sobre todo el femenino, estaba vinculado al sufrimiento. Cuanto más sufrimiento más amor, parecería ser la premisa, por lo que para que la mujer sufriera, al hombre le tenían que pasar cosas, estar de aventura, ponerse enfermo, meterse en problemas, pasarlo mal… ¿y quién pensáis que le curaba, cuidaba y consolaba? (Respecto a este tema recomiendo la lectura del artículo El sufrimiento como modelo de vida)
Y, por último, podemos hablar de la educación recibida por las mujeres en el seno familiar, la escuela, los cuentos, la literatura, la televisión, la radio, el teatro y el cine. En todos estos medios y durante gran parte de los siglos XIX, XX y XXI, los roles de la mujer han sido claramente abnegados, salvadores, cuidadores, transformadores e, incluso, redentores del hombre que, pobrecito él, no hacía otra cosa que pecar, meter la pata, portarse mal o ponerse enfermo.
Queda por señalar un factor más, de gran importancia: el ejemplo recibido de madres y abuelas que las niñas han visto y escuchado día tras día durante sus años de infancia. Abuelas, madres y tías sacrificadas por sus hombres (padres, maridos, hijos, etc.) porque “son como niños”, “pobrecito, es que sólo no se arregla”, “es que no sabe ni freírse un huevo” o, peor aún, “es uno más de mis hijos”, “es un inútil y hay que hacérselo todo”, “sólo sirve para trabajar y para estorbar” o “es que me da pena”.
Con todo este bagaje en el inconsciente colectivo y familiar la mujer, sin ser consciente de ello, desarrolla una tendencia a salvar, ayudar, sanar y servir que el sistema refuerza de muchas maneras. Al sentir este impulso que nace desde dentro, las mujeres creen que es algo que les nace, necesariamente, del corazón, cuando en muchos casos su origen no es tanto emocional como del inconsciente colectivo. Esta confusión sobre el origen de estos sentimientos e impulsos hace que crean que “les gusta” realizar esas funciones, cuando, si son honestas consigo mismas y miran hacia el interior, se dan cuenta de que una parte de sus emociones se conectan con la ira, la decepción, la frustración, el desengaño y otras emociones que, reprimidas consciente o inconscientemente, van creando un fondo de resentimiento y rechazo a lo masculino que acaba por manifestarse de maneras sutiles o no tan sutiles.
Algunas de las personas que lean este artículo pueden pensar que estoy exagerando, pero puedo asegurar que quince años de terapeuta, observando durante miles de horas los comportamientos de las personas y escuchando las confesiones emocionales de muchas mujeres, certifican la veracidad de lo que cuento.
Todo esto se puede transformar, poco a poco, haciendo un trabajo interior, sanando el inconsciente colectivo persona a persona y creando un campo de información diferente para las futuras generaciones. Quizás ha llegado el momento de cambiar, lo que me recuerda una reflexión que hace tiempo que no uso en los artículos: “todos somos almas en proceso”.
José Antonio Sande Martínez
Terapeuta emocional
Noray Terapia Floral