Nosotros no vivimos la vida, la vida nos vive a nosotros. Y en ese juego en el que la vida nos envuelve hay una serie de reglas internas que han de ser conocidas si se quiere tener la oportunidad de salir bien parado. Son reglas que, una vez comprendidas y aplicadas, facilitan mirar a la vida de frente, de tú a tú, y jugar la partida con más posibilidades de ganarla. Una de esas reglas es la aceptación.
Una cuestión es lo que significa aceptar en los diccionarios y otra diferente es lo que significa en el juego de la vida. Etimológicamente aceptar deriva del término latino capĕre, cuyo significado es “coger”. Pero… ¿qué es lo que hay que coger? Esa es una de las cuestiones de fondo: lo que hay que coger es la propia vida, la propia existencia.
Hay personas que tienen miedo coger la vida, ya que ésta no es todo lo ideal y bonita que debería ser. En la vida se viven experiencias maravillosas, fáciles de aceptar, pero también experiencias terribles, capaces de partir el alma de una persona. El filósofo francés Pierre Teilhard De Chardin (1881-1955) dejó escrito: “No somos seres humanos con una experiencia espiritual. Somos seres espirituales con una experiencia humana”. Esta es la clave de la aceptación, ya que las vivencias por las que pasamos cada día de nuestra vida no sólo las experimenta nuestro cuerpo, nuestra emocionalidad y nuestra mente, también las experimenta nuestro Ser interior o Alma. La experiencia humana es la oportunidad que el Ser interior tiene de vivir situaciones ligadas al plano material, que de otra manera no podría vivir, son estas experiencias las que han de ser aceptadas, y esto incluye, también, el dolor.
El dolor (físico, emocional, intelectual y espiritual) es una cualidad inherente a la existencia en el planeta Tierra, es un mecanismo natural de la existencia. ¿Es inevitable? Se puede eludir, pero el precio de no aceptarlo puede ser muy alto, ya que se convierte en sufrimiento. El dolor es una experiencia para el Ser interior. Negarle dicha experiencia es detener su evolución, pero, muchas veces, nos negamos a aceptar el dolor porque creemos que no vamos a ser capaces de superarlo, porque no tenemos recursos ni estrategias que nos permitan afrontarlo como una experiencia de vida en lugar de como un mazazo de la vida. Y es cierto, no todas las personas tienen los mismos recursos para afrontar el dolor, ni la misma fortaleza, ni la misma flexibilidad… ¿Qué hacer entonces con el dolor? Hasta donde mi experiencia profesional y personal llega, la respuesta es: aceptar. Y volvemos al principio: ¿cómo se acepta? Cogiendo la vida, cogiendo las experiencias, permitiendo que le atraviesen a uno el Alma hasta lo más profundo y que nuestro Ser interior se embeba de ello hasta la última partícula de su Ser. ¿Es humanamente soportable? No lo sé. En mi experiencia profesional, como terapeuta, he acompañado a personas en momentos terriblemente duros, momentos que uno siente que no va a poder superar, y he visto a esas mismas personas caer, aceptar, levantarse y seguir viviendo, incluso, algunas, con un sentimiento posterior de gratitud por la experiencia vivida. Y también he visto a personas que, no pudiendo aceptar un dolor tan profundo, se han negado a vivir la experiencia y se han condenado a sí mismas al sufrimiento.
Si el dolor no doliese sería fácil, pero ni es así, ni lo va a ser. Al final, en el fondo, aceptar es coger el dolor y hacerlo formar parte de la propia vida hasta que se gaste. Cuánto más profundamente se acepte antes cumple su función aleccionadora para el Alma, antes se integra y antes desaparece. Esta es una lección y una elección, y no precisamente de las fáciles, y tampoco lo pone fácil una educación emocional paupérrima, una sociedad orientada hacia lo superficial y una filosofía de vida basada en vivir lo menos conscientemente posible.
Aprender a aceptar es aprender a aceptar el dolor. No aceptarlo es transformarlo en sufrimiento. Abrazar el dolor es complicado, pero con el adecuado aprendizaje es posible. El trabajo interior, el desarrollo de la conciencia y la consciencia y la propia experiencia vital pueden favorecer una capacidad de aceptar sana y enriquecedora. Ahora bien, una cuestión ha de quedar clara: aceptar nunca es someterse ni resignarse, sino todo lo contrario.